martes, 2 de diciembre de 2008

LAS CORTES DE CÁDIZ. ANÁLISIS HISTÓRICO.

4. La guerra de la Independencia y la organización política nacional antes de las Cortes de Cádiz.

4. 1. Las Juntas provinciales y la «reasunción de la soberanía»

Durante la guerra de la Independencia se produce en España un proceso político sin precedentes, que acelerará el paso del Antiguo Régimen al Liberalismo. Como hemos dicho, las abdicaciones de Fernando VII y Carlos IV en favor de Napoleón y el acatamiento de las órdenes del nuevo Gobierno francés por las instituciones y órganos centrales y periféricos del Reino -la Junta Suprema de Gobierno del Reino, el Consejo de Castilla, las Audiencias, las Capitanías Generales, etc. - serán rechazados por buena parte de la población española.
Las provincias serán el marco propicio para acoger el poder político, a través de Juntas provinciales alzadas contra un Gobierno ilegítimo. Juntas revolucionarias, en cuanto que se sublevan a las autoridades establecidas, pero que se constituyen con el objeto de recuperar la legalidad fundamental, rota tras las abdicaciones de Bayona. En general, serán los ilustrados, algunos ya con tendencias liberales, los que las dirijan, pero a ellas se unirán representantes de todos los estamentos y clases sociales: nobles, absolutistas e ilustrados, intelectuales, universitarios, burgueses, autoridades municipales y provinciales, militares, clero y clases populares, estas últimas de manera muy importante, en un momento en el que su voz comienza a oírse en la Historia.
Algunas de dichas Juntas partieron de instituciones tradicionales o apelaron a las mismas: Cortes de Reinos, Juntas Generales provinciales, Ayuntamientos, etc(39). Y todas asumieron el poder para garantizárselo a su titular legítimo: Fernando VII. En efecto, dichas Juntas llevaron a la práctica la teoría difundida por la segunda escolástica española de la «traslatio imperii», según la cual la soberanía era otorgada por Dios al pueblo de forma inmediata y éste la transmitía al Monarca, que la obtenía así de forma mediata. Pero a ella se unían entonces las nuevas doctrinas del estado de naturaleza y el pacto social desarrolladas por el Iusnaturalismo racionalista y los ideólogos de la Revolución francesa, que llevaban a la soberanía nacional e incluso popular.
La asunción de una u otra teoría no tenía trascendencia práctica inmediata, pero era fundamental para los acontecimientos futuros. O el pueblo, titular originario de la soberanía, transmitía al Rey sólo el ejercicio y se reservaba la titularidad, o le transmitía su titularidad y su ejercicio. Los que optaban por la traslación de la titularidad y el ejercicio se decantaban por la doctrina escolástica, aunque daban un paso más pues ésta no distinguía claramente entre titularidad y ejercicio de la soberanía. Ello permitía el levantamiento sin acudir a tesis revolucionarias, porque, en todo caso, en situaciones extraordinarias, como era el abandono del trono en manos extranjeras, el pueblo recuperaba temporalmente la soberanía cedida. Los partidarios de considerar que la soberanía reside siempre en el pueblo, que en el pacto originario de la sociedad sólo traspasó el ejercicio, podrían acercarse a la teoría de la soberanía nacional, aunque también a la de la soberanía compartida. En todo caso, a través de la aplicación de una u otra teoría, de hecho, las Juntas ejercieron las más típicas prerrogativas de los soberanos: declaración de guerra a Francia, acuerdo de paz con Gran Bretaña, imposición de tributos, aprobación y derogación de leyes y formación de ministerios o comisiones de gobierno. Y, en fin, estos debates manifiestan de forma clara la época de transición hacia la declaración de la soberanía nacional formulada en el Decreto de las Cortes de Cádiz de 24 de septiembre de 1810 y luego en la Constitución de 1812 (artículo 3)(40).

4. 2. La concentración del poder gubernativo en la Junta Central y la convocatoria de Cortes.

La asunción de poderes legislativos, ejecutivos y judiciales por las Juntas provinciales posibilitó, en mayor o menor medida, la organización de los distintos territorios y la lucha armada, pero pronto, casi inmediatamente, se sintió la necesidad de volver a concentrar el poder político para vencer a los franceses y reconstruir el Estado.
Hasta agosto de 1808, el Consejo de Castilla no declaró nulas las abdicaciones de Bayona y todas las actuaciones del Gobierno francés(41). Y es entonces cuando rescata la orden que le había encomendado Fernando VII, antes de su abdicación, para convocar Cortes Generales del Reino «en el paraje que pareciese más expedito, que por de pronto se ocupasen únicamente en proporcionar arbitrios y subsidios necesarios para atender a la defensa del reino, y que quedasen permanentemente para lo demás que pudiese ocurrir»(42). Pero, las Juntas provinciales desconfiaban de dicho Consejo, tras su sometimiento a los franceses, y, en todo caso, se consideraban legitimadas para decidir sobre la recomposición del Gobierno central. De hecho, desde mayo, habían propuesto distintas iniciativas y llevado a cabo diferentes ensayos de unificación política.
Así, en Asturias, Álvaro Flórez Estrada propuso, el 11 de junio, la convocatoria de unas Cortes, ya muy distintas a las tradicionales del Reino, compuestas de representantes de cada provincia que, unidos, representarían al pueblo español, que había reasumido la soberanía, aunque «sin perjuicio de los derechos que tengan las ciudades de voto en Cortes». De nuevo, tradición y cambio en una época de debate y oportunidad histórica única para decidir sobre la constitución del Estado(43). Finalmente, se optó por la formación de un Gobierno o Junta Central que, más adelante, nombraría una Regencia -lo que se consideraba más acorde con la legalidad vigente- y decidiría sobre la convocatoria de Cortes, propuesta que partió fundamentalmente de la Junta sevillana (circular de 3 de agosto), a la que se fueron adhiriendo las demás. Y así, el 25 de septiembre de 1808, se instala en Sevilla la Junta Central Suprema Gubernativa del Reino, formada por los representantes elegidos por las Juntas provinciales(44). Ésta reasume el poder de todas esas Juntas y limita progresivamente sus competencias, no sin obstáculos. De este modo, se aprovecha la situación para uniformar la organización político-administrativa del Reino, adelantando así la política centralista de Cádiz: Las Juntas supremas pasan primero a superiores provinciales de observación y defensa, luego a superiores provinciales de armamento y defensa, reducido el número de sus miembros por decisión de la Regencia, para, finalmente, convertirse, ya por obra de las Cortes, en superiores provinciales, antecedentes más o menos inmediatos de las Diputaciones provinciales. Sus funciones quedaron definidas desde un primer momento: alistamientos y recaudación de contribuciones, como órganos periféricos del Gobierno central, presididos por sus delegados en las provincias(45).
La Junta Central continuó, desde un principio, la idea de las provinciales de reorganizar el Estado. La convocatoria de Cortes era un acuerdo más o menos unánime, pero el modelo a adoptar fue muy discutido. Las posturas que habían comenzado a perfilarse en la segunda mitad del siglo XVIII avanzan ahora, y se reproducirán en Cádiz, dando como consecuencia una lucha entre la tradición y el cambio, la reforma y la revolución. En la Junta Central encontramos a ministros de Carlos IV, hombres ilustrados que ya habían desarrollado algunas de las reformas que se consideraban necesarias para el mantenimiento y modernización del sistema político de la Monarquía española (Floridablanca, Saavedra, Jovellanos, etc.). Pero a su lado, pronto aparece el trabajo de nuevos hombres, que se decantan por el liberalismo y las reformas radicales que posibilitarían un verdadero cambio en dicho sistema político (Calvo, Quintana, Argüelles, Ranz Romanillos, etc.). Veamos, resumidas, las propuestas de los distintos grupos.
Por un lado, los absolutistas se muestran partidarios de restaurar el sistema político, económico y social del Antiguo Régimen basado en una Monarquía absoluta, con mayores o menores opciones de reforma para moderarla. Las Cortes, pues, serían las tradicionales del Reino de Castilla, incluso volviendo a su composición estamental abandonada en el siglo XVI, encargadas de jurar al Rey soberano y tratar los asuntos más trascendentes.
Los reformadores ilustrados, llamados realistas, a cuya cabeza se sitúa Jovellanos, eran herederos de la doctrina política elaborada en el siglo XVIII, en plena Monarquía absoluta, que se entendía limitada por las Leyes fundamentales del Reino que debían rescatarse y compilarse para su conocimiento y aplicación. Esta idea pactista, que introduce la contradicción de imponer límites al soberano, se reelabora ahora, tiempo muy a propósito para sustituir los conceptos de Leyes fundamentales por Constitución histórica y Monarquía mixta, moderada o templada por Monarquía constitucional. El sistema político absolutista se reformaría así para acoger otro basado en la soberanía compartida entre el Rey y las Cortes, cabeza y cuerpo representativo del Reino respectivamente. Dichas Cortes también renovarían su composición, pues, admitida la representación tradicional (ciudades con derecho de voto) podría recuperarse la estamental (a través del establecimiento de una segunda cámara), y añadirse otra territorial (Juntas provinciales) y también la popular (elección de diputados en las provincias). Un sistema que se pretende continuador de la tradición jurídica española, pero que, indudablemente, busca referentes en el modelo clásico del constitucionalismo inglés, el más proclive a la reforma en vez de a la revolución, para pasar de la Monarquía absoluta a la constitucional.
Por fin, como ya hemos adelantado, un grupo de hombres, en principio minoría, avanzan hacia el liberalismo para aprovechar la oportunidad que otorgaba la Historia de que la nación española, que había recuperado su soberanía, aprobase una nueva Constitución racionalista que constituyese un nuevo sistema de gobierno, unos poderes públicos, divididos en legislativo, ejecutivo y judicial, y los limitase a través del reconocimiento de ciertos derechos y libertades de los ciudadanos. El cuerpo legitimado para tal cometido no podía ser otro que las Cortes, representantes de la nación soberana, cuyos diputados serían elegidos por el pueblo mediante sufragio amplio, con mandato representativo, aunque también se admitía cierta representación territorial, y en cierto modo imperativa, para dar cabida a diputados elegidos por las Juntas que habían comenzado la revolución. No obstante estas radicales reformas, tomadas de la revolución francesa, los liberales no dejarán de apelar a la Constitución histórica española, lo que manifiesta el calado de las tesis ilustradas. Efectivamente, dicha Constitución se acepta como punto de partida, pero, la falta de concreción de las Leyes fundamentales y de garantías para su ejecución habían ocasionado su constante violación por los poderes públicos, y, en todo caso, la nación soberana estaba legitimada para restaurarla, reformarla o incluso anularla. El paso de la pretendida Monarquía constitucional a la novedosa nacional o republicana era legítimo(46).
Al margen de este debate quedaba otro «grupo ideológico» formado en esta época, el de los afrancesados, que acataron las abdicaciones de los titulares de la Corona española y el régimen autoritario bonapartista como modo de llevar a cabo las deseadas reformas en el sistema del Antiguo Régimen sin necesidad de apelar a la revolución. Estos pudieron plasmar parte de sus ideas en la Constitución elaborada en la Asamblea de Bayona, aprobada en julio de 1808(47).
La variedad de posiciones hará de la convocatoria de Cortes un proceso complejo(48). La Junta Central comunicó dicha convocatoria en mayo de 1809, pero hasta octubre no fijó su convocatoria, que se expediría el 1 de enero de 1810, ni su reunión, prevista para el 1 de marzo(49). Para los trabajos preparatorios, se nombró una Comisión de Cortes, por Decreto de 8 de junio de 1809, que elaboró una «Instrucción que deberá observarse para la elección de los diputados en Cortes», debida a Jovellanos, quien, en un principio, consiguió dirigir el proceso de convocatoria según su ideal reformista ilustrado. En efecto, dicha Instrucción configuraba unas Cortes a camino entre las tradicionales y las liberales, pero que no eran ni unas ni otras(50).
En cuanto a su composición, en ellas se admitían varios tipos de representación: La representación popular, de modo que, en las provincias, el pueblo elegiría un diputado por cada cincuenta mil almas; la representación territorial, ya que cada Junta superior provincial nombraría un diputado; y la representación estamental, puesto que se reconocía derecho de voto a las ciudades que lo tenían en las Cortes tradicionales (según las generales de España celebradas en 1789) y también a los estamentos nobiliario y eclesiástico (arzobispos, obispos y grandes de España).
Por lo que se refiere a su cometido, la propuesta también se movía entre la tradición y el cambio. El 27 de septiembre de 1809 se nombró una Junta de Legislación como auxiliar de la Comisión de Cortes. Su trabajo, fijado en otra Instrucción del mismo Jovellanos, tenía como objetivo «meditar las mejoras que pueda recibir nuestra Legislación, así en las Leyes fundamentales como en las positivas del Reino y proponer los medios de asegurar su observancia». Es decir, el ideal ilustrado: «reunir todas las leyes constitucionales de España». La admisión de la posibilidad de reformar dichas leyes será el punto más conflictivo: «Si la Junta de Legislación reconociese la necesidad de alguna nueva Ley fundamental para perfeccionar el sistema mismo de nuestra constitución, la expondrá dando razón de ella»(51). Y, en efecto, la labor de esta Junta refleja el paso final del Antiguo Régimen al Liberal, no desde la propuesta ilustrada reformista sino desde la revolución. Así, en el seno de la Junta, de la compilación que efectivamente se hizo de las Leyes fundamentales se pasó a la elaboración de una nueva Constitución racionalista. Si Jovellanos, cabeza de la Comisión de Cortes, fue el representante de la corriente reformista, Argüelles, junto a Ranz Romanillos, se hizo pronto con el trabajo de la Junta de Legislación desde su posición liberal y revolucionaria. No eran, pues, infundados, los temores del primero: «Oigo hablar mucho de hacer en las mismas Cortes una nueva Constitución y aun de ejecutarla y en esto sí que, a mi juicio, habría mucho inconveniente y peligro. ¿Por ventura no tiene España su Constitución? Tiénela sin duda; porque ¿qué otra cosa es una Constitución que el conjunto de leyes fundamentales que fijan los derechos del soberano y de los súbditos, y los medios saludables de preservar unos y otros? ¿Y quién duda que España tiene estas leyes y las conoce? ¿Hay algunas que el despotismo haya atacado y destruido? Restablézcanse ¿Falta alguna medida saludable para asegurar la observancia de todas? Establézcase»(52). De nuevo, la voz de su maestro, Campomanes: «[...] la desidia de nuestros antiguos glosadores, la ignorancia y el abandono han hecho olvidar estas preciosas leyes de la Monarquía; aunque no estén revocadas, ni pueden revocarse por ser fundamentales, pero el descuido hace que no produzcan su efecto»(53).
Entretanto, como estaba previsto, se firmaron las convocatorias de Cortes, el 1 de enero de 1810, dirigidas, por el momento, sólo a las provincias y a las ciudades con voto en Cortes. A fines de dicho mes, la Junta Central se disuelve para dejar paso al Consejo de Regencia, al que encarga la ejecución de lo que quedaba por hacer(54): llamamiento a los estamentos noble y eclesiástico, y elección de los representantes suplentes de América y Asia y de las provincias ocupadas por el enemigo que no pudiesen elegir libremente a sus diputados. En verano, los acontecimientos se aceleran: llegada a Cádiz de algunos diputados elegidos en las provincias, elección de los suplentes, multiplicación de las consultas a distintas autoridades y organismos, etc. El Consejo de Regencia fijó la reunión de las Cortes, que aún podían ser estamentales, para agosto(55). Pero, como había sucedido en el seno de la Junta de Legislación, la propuesta oficial no casaba con la respuesta que se estaba dando en la práctica. Los liberales, en principio minoría, habían ganado, por el momento, la batalla. El caldo de cultivo: La Ilustración Iusracionalista, la Revolución francesa y los principios liberales de soberanía nacional, división de poderes y derechos naturales individuales.
Así, las Cortes, llamadas Generales y Extraordinarias, se reunirán finalmente en Cádiz, el 24 de septiembre de 1810. Su composición, en cámara única, formada por diputados elegidos por los nuevos ciudadanos y por las Juntas provinciales, que, unidos, integraban un único cuerpo que representaba a la nación soberana. Su función, constituyente. No obstante, el proceso histórico e ideológico que hemos analizado queda patente en el preámbulo de la Constitución de 1812, que rememora la legalidad fundamental española, desde la monarquía «templada» goda y medieval al absolutismo borbónico, para enlazar el nuevo régimen liberal con el que se abandonaba, en un último intento de compaginar la razón y la Historia. Clásicas son ya las palabras del discurso preliminar a la primera Constitución española, atribuidas tradicionalmente a Argüelles: «Nada ofrece la Comisión en su proyecto que no se halle consignado del modo más auténtico y solemne en los diferentes cuerpos de la legislación española, sino que se mire como nuevo el método con que ha distribuido las materias, ordenándolas y clasificándolas para que formasen un sistema de ley fundamental y constitutiva, en el que estuviese contenido con enlace, armonía y concordancia cuanto tienen dispuesto las leyes fundamentales de Aragón, de Navarra y de Castilla».

Fuente.

[Cristina Pérez García, Veŕonica González León, Aurora López Aceituno]